Naúfrago.
- Luis Hernández
- 17 ene 2018
- 3 Min. de lectura
Actualizado: 29 ene 2018
El mar es traicionero. De pronto estás navegando en las aguas calmadas y cristalinas del Cantábrico un lunes cualquiera de enero y como por arte de magia, todo ese remanso de espejos chispeantes se vuelve loco y golpea tu balsa con violencia. No me gustaba pagar parking en los muelles del puerto de Santurce, por eso surcaba el ancho mar con un barquito hinchable que guardaba -sin aire- en el maletero de mi coche -sin aire el barco, no yo; yo necesito respirar, y más teniendo que inflar la embarcación (se me están acabando los sinónimos de barquito, Arturo Pérez Reverte)-. No, el coche no era hinchable, pero estaba hinchado a hostias. El caso es que hay que tener dos buenos pulmones para echarse a la mar.
Salí del puerto a las 5 de la mañana, a la pesca de la anchoa. La anchoa, por si no lo sabéis, es un pez de la familia de los clupeiformes y si tienen peor suerte, de la familia Lolín. Dicen que la mejor anchoa es la que no tiene espinas, aunque ellas no piensan lo mismo. Es un pez exquisito y difícil de pescar, ya que muchas veces, al igual que el cangrejo ermitaño, se esconde en el interior de aceitunas, echando a su huésped original, el huito. La anchoa se parece mucho al boquerón y se lamenta menos que el camarón. El caso es que no suelo volver a casa con grandes cantidades de anchoa, porque me gusta cogerlas por el método tradicional: a pedradas (por eso, muchas veces, se encuentran irreconocibles en el interior de la oliva). Esta vez, llevé una caña, un anzuelo y una lata de whiskas, que comeríamos entre los pececillos y yo. En las tiendas de aparejos de pesca, te ofrecen anzuelos con punta, si la embarcación no es hinchable, o con ventosa, si lo es -sí, como los dardos de las pistolas de los niños-. Tuve una mala elección (como diría un chino con chandal al salir de la iglesia encorvado). Lancé el sedal desde la proa (pero agarré la caña, eso sí), y al de un rato sentí que algo había picado. Recogía carrete y la popa se hundía, mientras que la proa se alzaba; soltaba carrete y todo volvía a la normalidad, y yo que no soy de ciencias ni tampoco muy listo, recogí el sedal del carrete todo lo rápido que puedo hacerlo, y teniendo en cuenta que no tuve pareja hasta los treinta, es mucha la velocidad. Pasó lo que tenía que pasar. Estaba luchando contra un titán que me venció en su terreno: mi estupidez. Me hice a mí mismo dar una vuela de campana pescando mi propio barco. La cabeza golpeo la lata de whiskas y perdí la percepción del tiempo y del lugar -el conocimiento lo había dejado atrás años ha, así que de ese no podía notificar perdida-. Desperté totalmente desnudo en las arenas oxidadas de una playa remota. No es que las aguas violentas me hubieran desnudado para luego violarme, es que siempre me gusto pescar sin ropa. Era de día. Me sentía sólo y hambriento, y mi único amigo era Wilson.
-Menudas bolsas tienes -me dijo.
-Es que llevo mucho sin hacerlo.
-No, digo en los ojos.
-Ah. Y tengo hambre.
Entonces, me trajo un platito de anchoas y una Cruzcampo Radler. Estaba en el infierno. La arena quemaba, tenía los pies marrones, y el camarero del chiringuito, Wilson Flores, quería torturarme. Tenía que salir de la playa de Muskiz como fuera.
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