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De gatos y dioses.

  • Foto del escritor: Luis Hernández
    Luis Hernández
  • 29 ene 2018
  • 2 Min. de lectura

En el antiguo Egipto, que paradójicamente era como el de ahora pero más nuevo y reluciente, se rendía culto a dioses con cabeza de animal y cuerpo humano –pero de lado–.


Bastet era la diosa del hogar, un cuerpo de mujer con cabeza gatuna. Yo creo que Dios es un gato. Y está continuamente en celo. Y suelta pelo. Reconozco que me gustan mucho estos animales y no por eso me gusta Dios o la idea de que hay un ser superior al que rendimos cuentas los seres vivos, los muertos y los que padecemos apneas –a los que nos localizan en un lugar intermedio, como a Mario Vaquerizo–. Pienso en la idea de Dios como en la de un niño que ha hecho una escultura con su propia caca, de la que está orgulloso un breve periodo de tiempo, al que después le decepcionan terriblemente los primeros años de vida de su creación y se muestra furioso y desata su ira –viejo testamento–; y después, esa figura pierde la esencia –olor incluido–, y deja de importarle que pase temporadas en una balda del salón, acumulando polvo –como la abuela–, o en el ático del musculado, buscándolo –como la hija mayor–, mientras en el último momento nos arrepintamos de los pecados –Nuevo Testamento–. Dios es un gato viejo al que le da igual todo. Marmía, refunfuña y le da igual si lo que le rodea es apacible o no, mientras la tierra en la que defeque se cambie regularmente –sin destrucción no hay creación– y no pase sed ni hambre. Somos los principales sostenedores de un Dios que duerme 16 horas al día y el resto del día pasa de nuestro culo pirulo. Y repito, suelta pelo.

 
 
 

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